La exposición se cierra con el autorretrato de Rafael con Giulio Romano (1519-20). Romano fue su asistente y pupilo. En esta pintura, Rafael mira al frente, la mano izquierda en el hombro del joven, que parece voltear a mirar al maestro atentamente mientras que la mano derecha de Rafael se funde entra las vestimentas casi dirigiendo, a su vez, la mano derecha en movimiento de Giulio a quien, según Vasari, Rafael no hubiera querido más si hubiera sido su hijo.
Se sabe que, de niño, Rafael se familiarizó con los pinceles al lado de su padre, el pintor Giovanni Santi y con el estímulo de su madre, Magia di Battista Ciarla. En su juventud, como aprendiz en el taller del más importante pintor de la época en el centro de Italia, Pietro Vannucci ‘Il Perugino’, nutrió prontamente su talento, tanto que Miguel Angel (Michelangelo Buonarroti), años después, diría que el estilo de Rafael indudablemente estaba marcado por ambos, Santi y Perugino.
En este cuadro final, Rafael indica el sucesor. No obstante, como señalan Ekserdjian y Henry, el trazo agitado y la composición desigual del trabajo de Giulio, posteriormente a la muerte de Rafael, sugieren que su carácter impulsivo afectó el perfeccionamiento que se hubiera esperado. Tampoco tenía el don de dirección de su antecesor, que milagrosamente lograba mantener los temperamentos calmados y las buenas relaciones de los artistas dentro y fuera de su taller.
Lo que ha seguido estos siglos es fama, leyenda, especulación, intriga sobre un hombre de cuya vida privada realmente se conoce muy poco con certeza (sólo sobreviven dos cartas personales con mínima información fuera de asuntos de trabajo) pero cuyo arte se reconoce universalmente. Lo sobrenatural como si fuera natural, lo no visto como visto, entre el idealismo y el realismo con un orden único: quinientos años después, Rafael trae gracia, armonía, belleza para un mundo necesitado de todas ellas.