La ciudad de León Magno

La ciudad de León Magno
Vista de Roma ©El Exquisito
Mesa Editorial / June 13, 2022
  • “Todos los caminos conducen a Roma” y particularmente los caminos de la Iglesia Católica, con sus cumbres sublimes, sus valles sinuosos y sus oscuros abismos. De obispos y papas se puede escribir mucho pero para entender el origen de esa relación única entre la antigua ciudad imperial y el pontificado, el personaje de rigor es León I, un papa que definió y determinó el lugar del cristianismo en Roma y de Roma en el cristianismo. Su pontificado, entre los años 440 y 461, fue ejercido a plenitud en lo religioso, en lo político, en lo cultural.

    De la juventud del papa León I se sabe poco, en el Liber Pontificalis (texto publicado años después, quizá en el siglo VI) se lee que nació en la Toscana, y el pueblo de Volterra, al sureste de Pisa, se considera su lugar de nacimiento, alrededor del año 440. Fue ordenado diácono en Roma y se le asignaron pronto funciones administrativas notables bajo los mandatos de Celestino (422-32) y Sixto III (432-40). Estando en Galia recibió la noticia de su elección y fue entronizado Papa el 29 de septiembre de 440. Consideró ese día como su ‘natividad’ y durante muchos años marcó la fecha con un sínodo local ante el cual dirigía una de sus reconocidas homilías sobre la obra continua de Pedro en la Iglesia.

    Como explica el profesor David Dawson Vasquez en su ensayo Pope Leo I The Great (Peoples and Places of the Roman Past, 2021), León fue el arquitecto de la progresiva preeminencia de Roma. Si bien otras iglesias del mapa cristiano tenían elevada importancia en su momento, como Corinto o Cartago, Roma empezó, incluso desde el siglo I, a ser vista como primera entre iguales, como “una iglesia hermana, mayor y más sabia”. En parte, esto se debía a que allí habían sido martirizados y enterrados Pedro y Pablo.

    La historia de la Iglesia está íntimamente ligada a Roma y la historia de Roma está íntimamente ligada a la Iglesia

    Documentos de Ignacio de Antioquía e Irineo de Lyons en los dos primeros siglos indican ya la superioridad de Roma. En el siglo V, al obispo de la ciudad se le empezó a llamar papa, a manera de título honorífico que hacía alusión a su rol paternal hacia los demás obispos e iglesias. León se empezó a llamar a sí mismo el Vicario de Pedro, en una muestra genuina de su convencimiento de que era su deber hacer las veces del apóstol que, a la vez, había sido nombrado por Cristo para edificar la iglesia.

    Papa León Magno, miniatura c.1000 Manuscrito Menologio de Basilio II ©Biblioteca Vaticana

    Esa sucesión era tomada en serio y como obispo de Roma, León asumió una dirección religiosa, espiritual y jerárquica, más allá de las fronteras de su sede apostólica. Escribió corrigiendo prácticas litúrgicas erróneas, y actuó eficazmente contra movimientos considerados heréticos, como el maniqueísmo y el priscilianismo.

    No dudó en intervenir como lo vio necesario en disputas entre otros obispos en Occidente, y también en Oriente, donde ya había antes respaldado al obispo Cirilo de Alexandría para responder a la controversia del monje Nestor sobre la naturaleza de Jesús, tema que continuó en disputa hasta que, ya como Papa, León dirigió una comunicación (hoy conocida como su Tomo) al arzobispo Flaviano de Constantinopla defendiendo la doctrina, ya aprobada en el Concilio de Éfeso, de que, en la encarnación, Jesús tiene dos naturalezas: una humana y otra divina, como permanece afirmado desde el Concilio de Calcedonia (año 451) hasta nuestros días.

    León I fue un defensor ejemplar de la tradición que había recibido, advirtió las consecuencias de la negligencia en actuar contra “lobos vestidos con piel de oveja” que “seguían deambulando en la iglesia sin adhesión a las fundaciones de los apóstoles (…) corrompiendo los corazones de muchos”, mientras los “pastores permanecían dormidos” y por no aplicar los remedios necesarios promovían “la pestilencia”: fragmentos de su primera carta al obispo de Aquileia que resuenan en muchas otras de sus comunicaciones, y en los tiempos actuales de la Iglesia. Volviendo a aquellos primeros tiempos, León I, venerado como santo poco después de su muerte y declarado Doctor de la Iglesia por Benedicto XIV en 1754, dejó un legado doctrinal, insistente y poderoso. Incluso su estilo en prosa, cursus leonicus, influyó el lenguaje eclesiástico durante siglos. En lugar de vacías innovaciones, insistió en revelada autenticidad.

    León I fue un defensor ejemplar de la tradición que había recibido

    En lo político, León I sentó bases para la relación eclesiástica con el poder imperial. Acudió a las autoridades para hacer cumplir una ley en contra de sectas en su campaña de unidad de la Iglesia contra movimientos heréticos que terminaron siendo expulsados de Roma y otras ciudades. Como obispo y como diplomático, hizo parte de la delegación imperial que se reunió con Atila, rey de los Hunos en el año 452 y lo convenció de no invadir Roma, un momento histórico que Rafael inmortalizaría en su pintura El Encuentro de León el Grande con Atila (1513-14). En 455 León emprendió un viaje similar para encontrarse con Genserico, rey de los Vándalos y aunque no logró disuadirlo, consiguió que en el vandalismo no fuese tan severo en Roma.

    Rafael El Encuentro de León el Grande con Atila 1513-14 ©Museos Vaticanos

    En lo cultural, León I entendió el legado de la Roma antigua como patrimonio de la Iglesia y el consecuente deber de ésta en reconocerlo en función del tránsito del paganismo al cristianismo. En sus escritos, León presentó un mundo al cual Dios había preparado para recibir su palabra y de ese tiempo preparatorio se debía tomar todo lo bueno que serviría para propagar el evangelio a todos los confines del mundo. Como diácono, promovió una regeneración de la ciudad romana que vio la edificación de Santa María Mayor y la renovación de San Pablo Extramuros y San Juan de Letrán. Como obispo, continuó la reutilización de spolia, de restos de edificios antiguos para la construcción de iglesias cristianas.

    León I fue enterrado, a petición suya, en la entrada de la basílica de San Pedro. Hoy, su tumba se encuentra en un imponente mausoleo caminando por la nave hacia el altar mayor, con la obra en relieve La fuga de Atila, de Alessandro Algardi en el siglo XVII. Volviendo a las calles de la Roma que él ayudó a construir, se encuentran sus huellas en distintos puntos, como la iglesia de San Pedro en Vincoli (Encadenado), que conserva la reliquia de las cadenas de Pedro que él recibió de la emperatriz Eudoxia en el siglo V, o en la iglesia de San Esteban protomártir que él encargó construir en el Parque de las Tumbas de la Vía Latina.

    Uno de los lugares más significativos se encuentra en la basílica de los Santos Juan y Pablo, en la plaza del mismo nombre, en la colina Celia. Fue construida en el año 398 y León patrocinó la renovación tras el ataque visigodo y un terremoto ocurrido después. La historiografía disponible no tiene datos definitivos, pero se sabe que está dedicada a dos soldados que murieron en junio de 362 por no someterse al edicto del emperador Juliano el Apóstata y cuyas reliquias reposan en el lugar, sitio de una residencia familiar que data del siglo I.

    Un martirio cuyo recuerdo refuerza la constancia de uno de los dos únicos papas que han merecido llamarse magnos en la historia católica. Cuando suenan las campanas de la magnífica torre medieval que se erige a la derecha de la basílica, los fieles del siglo XXI deben escuchar un acuciante llamado a la batalla por su fe.