El cardenal guineano, Prefecto emérito de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos, recibió en la ceremonia un título honoris causa, que agradeció con orgullo de ser parte de una promoción que, en este año 2022, se gradúa tras dos años de pandemia de coronavirus, en un país de profunda división política y electoral, y en un mundo en alerta por la guerra en Europa. Habló con lucidez, con amabilidad y con contundencia, tanto como teólogo como pastor.
En primer lugar, el Cardenal ha subrayado el significado de la educación. Ha hablado de la búsqueda intelectual, de lo verdadero, lo bueno, lo hermoso; y también de la Divina Revelación en la Sagrada Escritura, Tradición y el Magisterio de la Iglesia. Esto no debería sorprender, pero en tiempos en los cuales tantas instituciones de enseñanza supuestamente católicas están en medio de controversias por su floja academia, ausente coherencia con la identidad religiosa, contradictorias prácticas y, en otros casos, directamente por delitos de abusos, cuando un alto prelado habla con mayúsculas el significado es añadido.
Tratándose además del cardenal Sarah, él ha procedido a mencionar el desafío, para la institución y para sus egresados de adherirse a una fe, en contravía de los esquemas mayoritarios del mundo contemporáneo que “liquidan a Dios y crean falsas normas morales” y confunden incluso “la identidad fundamental de un hombre y de una mujer”.
En segundo lugar, el Cardenal ha discurrido sobre su tema central: la virtud de la sabiduría práctica. Si las demás virtudes ayudan a percibir y responder correctamente a dones específicos (como la salud, el honor o la riqueza) la sabiduría práctica permite integrar esos dones, discernir cómo incorporarlos en la vida, conforme a la vocación que cada persona tenga, y tomar decisiones.