En el año 590, tras una procesión de plegaria por el fin de la epidemia de plaga que asolaba la ciudad y que se extendió por otros lugares, el papa Gregorio Magno tuvo una visión del arcángel San Miguel blandiendo la espada sobre el castillo. La plaga retrocedió en la ciudad hasta desaparecer, hecho que se asocia también a la caída súbita de un ídolo pagano que se estaba venerando, por aquellos aciagos días, en una iglesia cristiana.
En 1544, la escultura del ángel en mármol hecha por Rafael (Raffaello da Montelupo) fue puesta en la cima del castillo. Hoy preside el patio interior, mientras que la de bronce, hecha por el holandés Peter Anton Verschaffelt, preside el castillo desde 1752.
Al escribir en 2022, aquellas vistas desde el avión son todavía más memorables y también lo son en retrospectiva, aquellas vistas a los pies del Arcángel cuya visión marcó el final de aquella plaga siglos atrás. El Castel Sant’Angelo es también un destino con espíritu de peregrinación. Al salir de sus murallas, el puente Sisto por delante, Roma abre de nuevo sus muchos caminos que interconectan el mundo del pasado y del presente.
Y también del futuro: la consabida moneda en la Fontana di Trevi se lanza con el deseo de regresar al mismo lugar algún día. Algunas puertas de viejos templos mantienen en veladoras el rezo por la vida tras la muerte. No lejos del Panteón de las glorias pretéritas, cocineros jóvenes y joviales prometen la inmediatez la mejor pizza al taglio en toda la metrópoli, y un establecimiento escogido al azar exhibe con orgullo un mostrador a rebosar de cibo para todos los gustos y dietas.
Una copa de vino cierra un día largo generoso tanto en recuerdos como en frescas impresiones. Ciudades antiguas y bonitas hay unas cuantas en el mundo. Eternas, solamente Roma.